Antes de ti, yo sabía volar.
Te di tanto espacio que volviste con las pezuñas desgastadas y el rabo entre las piernas, buscando el refugio del abismo entre mis rodillas.
En esta jaula siempre hubo hueco para un preso más, pero nunca te quedaste más de dos pestañeos.
Tu maullabas cuando tenías frío y era yo quien se quitaba el abrigo y se sacudía las alas, como cualquier señorita -jamás- habría echo.
Nunca fui tan libre como cuando no tenía que pedirte que te quedarás, y tu; por miedo a perder la mano que te curaba los arañazos, me hacías tuya al menos una noche.
Pero incluso en aquella dulce negrura, en aquel paraíso deformado en la que todas tus promesas colgaban del manzano, encontraste la forma destruirme.
Apuntarme con tus enormes ojos mentirosos por ultima vez; y disparar.
La curiosidad besaba mejor que yo; y fue tan perra que, antes de matarte a ti, me desplumó a mi primero.
En ninguna de tus siete vidas volviste a pensar en mi.